El 11 de junio de 1603 recibió la señora de Lestonnac el hábito de novicia, tomando el nombre de sor Juana de San Bernardo. Los rigores de una regla austerísima, de largas vigilias, ayunos, cilicios, silencio perpetuo y trabajo continuo, quebrantaron su salud, ya algo delicada. Se consultó a los médicos y no hallaron estos otra solución que la vuelta al mundo de la novicia si quería conservar la vida.
El diagnóstico causó en sor Juana una violenta lucha en su espíritu. La muerte le era menos costosa que pasar por el desprestigio que acompaña siempre el abandono de la vida religiosa. Juana pidió entonces a los superiores morir con el hábito, pero estos no accedieron. Así que Juana aceptó el cáliz que Dios le ofrecía y, como Jesús en el huerto de los Olivos, exclamó con resignación: “Señor, si es posible, que se aparte de mí este cáliz, pero que no se cumpla mi voluntad sino la tuya”.
La última noche en el Císter sor Juana la pasó en oración. Confiaba en que Dios la llevaría de su mano y no la abandonaría en este momento en que ignoraba la ruta de su vida, pero no veía el camino. Hasta que se hizo la luz.
Le fue revelado por medio de una visión que Dios la escogía para fundadora de una nueva orden que tendría por fin la salvación de las almas, en especial, las de la juventud femenina. Vio el infierno abierto y a innumerables almas que descendían al abismo, en actitud de pedirle socorro. Al momento sintió abrasarse de nuevo su corazón en el celo por la salvación del prójimo, pues comprendió que era ella quien debía tenderles la mano.
A su vez se le apareció la Reina de los cielos, llena de gloria y de majestad, como tipo y modelo que, tanto ella como las que pertenecieran a su orden, debían imitar y, a su vez, presentar como ideal a la niñez y a la juventud que se les confiara.
Aquella visión obró poderosamente en el corazón de sor Juana de San Bernardo, y al amanecer el día, cuando la priora fue a su celda para preguntarle cómo se encontraba de ánimo, vio a la novicia totalmente resignada y sin la menor duda de que Dios quería que dejase el monasterio.
Esta voluntad divina fue ratificada por un hecho singular: en el momento en que le quitaron el hábito Juana quedó completamente curada de sus enfermedades y pocos días después pudo emprender el viaje de vuelta a Burdeos. Eran los últimos días del mes de diciembre del año 1603, seis meses después de su toma de hábito.
El paso por el Císter y la visión de su última noche dieron a santa Juana los fundamentos de su orden: un instituto en el que se unen los votos de clausura y de enseñanza para colaborar en la salvación de las almas. Si los calvinistas defendían que todos estamos predestinados por la voluntad soberana de Dios y nadie se pierde por falta de ayuda, Juana vivirá intensamente la verdad católica: la salvación de muchos depende de nuestra generosidad.