Las Hijas de Nuestra Señora hacen tres días de retiro para prepararse a la renovación de sus votos religiosos en la fiesta de la Purificación de la Virgen María. Así lo hacen desde su fundación y así lo hizo también la M. Juana de Lestonnac aquel año de 1640.
Contra la costumbre de los otros años, el primer día del retiro se confesó y comulgó fervorosamente. La noche del segundo día, 31 de enero, por un olvido involuntario incomprensible, no se le preparó la ligera cena que solía tomar, permitiendo Nuestro Señor este descuido para probar a esta alma santa y ofrecerle ocasión de ejercitar la pobreza religiosa. Cuando la hermana Luisa Clissa, que solía llevársela, se dio cuenta de la negligencia cometida por la cocinera, le manifestó a la fundadora la grande pena que por ello sentía, a lo que respondió la santa Madre: “Eso no es nada, hermana mía; cualquier cosa me basta”. Comió entonces un poco de pan y unas uvas pasas y, al acostarse, dijo: “¡Bendito sea Dios, que me ha dado fuerzas para cumplir hoy con todos mis ejercicios espirituales!”. Y, aunque los médicos le habían mandado tomar algo de alimento antes de la media noche, comentó a la hermana Luisa: “Querida hermana, esta noche no me sirváis cosa alguna, para que así podamos vos y yo descansar mejor”.
La hermana, atendiendo más a los impulsos de su caridad que a la orden que su santa Madre le había dado, acudió a la hora acostumbrada, pero se la encontró sin habla, inmóvil y con los ojos abiertos. Alarmada, llamó muchas veces a la enferma, pero esta no contestaba. Entonces observó que respiraba muy lentamente y, azorada, comenzó a dar voces avisando a la comunidad de que la Madre se moría. Despertaron las religiosas y acudieron a la habitación de la fundadora.
El médico fue llamado también al momento y reconoció que se trataba de un fuerte ataque de apoplejía. Ordenó que se le aplicaran remedios muy enérgicos, que no hicieron ningún efecto. Solamente se notó que recobraba, por breves momentos, el conocimiento.
Se avisó, pues, a los jesuitas de la ciudad y, aprovechando uno de los momentos en que parecía estar lúcida, le administraron el sacramento de la Extremaunción. Entonces se le oyó decir: “Jesús, María y José”. Fueron las últimas palabras de Juana de Lestonnac.
La M. De Franc, superiora de la comunidad de Burdeos en aquel año, siempre había querido tener un retrato de su fundadora. Pensó que esta era la ocasión, pues un pintor que les estaba pintando un cuadro de la Purificación de Nuestra Señora, podía copiar las facciones de santa Juana en el rostro de la profetisa Ana, como ya se había intentado anteriormente sin éxito. Entró el artista en la habitación y, mientras preparaba los colores y pinceles, las religiosas notaron que la Madre fijaba en el pintor los ojos y sacando de la cama uno de sus brazos, lo movía, indicando que se retirara aquel hombre de allí. Solo se tranquilizó cuando salió el pintor, sin haber puesto las manos en la obra.
Quedaron las religiosas sumamente edificadas y admiradas de la extrema humildad de su Madre querida, pero no desistieron de su intento. Después de la muerte de la fundadora lo intentaron de nuevo, pero ni en esta ocasión se la pudo retratar, porque el artista dijo “que su pincel sabía retratar hermosuras de la tierra, mas que su ciencia y arte no alcanzaban a copiar bellezas del paraíso”.
Amaneció, pues, el jueves 2 de febrero de 1640, fiesta de la Purificación de Nuestra Señora, y llegada la hora en que debía celebrarse la misa a la que la comunidad tenía que asistir para renovar los votos, viendo a la santa Madre muy próxima a la muerte, temieron las religiosas que se muriese durante su ausencia y no poder estar presentes. En esta incertidumbre acerca de lo que debían de hacer, estando presente el P. Martel, director espiritual de la Madre, le pidió en nombre de la comunidad que retrasase su partida para que sus hijas pudiesen estar presentes en su última hora. Hecha esta petición, salieron las religiosas y el padre del aposento, dejándola al cuidado de las enfermeras.
El P. Martel celebró la misa y concluida la ceremonia de la renovación de votos, le avisaron de que la enferma estaba espirando. Acudió el P. Martel y todas las religiosas al aposento. “Aquí tenéis, reverenda Madre, le dijo el P. Martel, a vuestras queridas hijas, para asistir a vuestro último trance y ayudaros con sus oraciones. Ellas os ruegan, Madre queridísima, que las reconozcáis en el cielo por hijas vuestras y que ahora les echéis vuestra última bendición”.
La fundadora, pareciendo oír las palabras que se le dirigían, contestó con un movimiento de ojos y luego, dirigiéndolos a todas y a cada una de sus hijas que estaban arrodilladas alrededor de su lecho, entregó su alma en manos del Criador, a la edad de ochenta y cuatro años, y treinta y dos de vida religiosa.
Así murió llena de años y de merecimientos esta mujer fuerte y verdaderamente admirable, santa Juana de Lestonnac, fundadora de la Orden de Hijas de Nuestra Señora, ilustre por su nacimiento, pero mucho más por sus grandes cualidades y heroicas virtudes.